Cada relámpago parecía mostrar su propia esencia, su historia, y nosotros, cautivados, nos aferrábamos al pequeño muelle, con los ojos brillantes y los corazones desbordantes
“¡Lightning, lightning, lightning!” (relámpago). Solo esa palabra salía de su boca. No podía contener la emoción. Movía las manos mientras hacía todo tipo de gestos, no sabía hablar español, pero sus receptores entendieron el mensaje, profundamente conmovidos y ansiosos por lo que les esperaba: los relámpagos del Catatumbo.
En la vía que va desde El Vigía, en el estado Mérida, hacia Puerto Concha, en Zulia, tuvo lugar el encuentro que dio inicio a un recorrido único. Una camioneta que iba de regreso hacia Mérida se detuvo en un camino de tierra, frente a una licorería, al ver a la camioneta rústica que iba dispuesta a seguir los pasos que ellos ya habían recorrido. Eran turistas asiáticos, no sabían cómo describir en español lo que sus ojos habían visto las dos noches anteriores, pero uno de ellos, emocionado, quiso explicar entre gestos, señas y una que otra palabra en inglés, lo que había experimentado. Estaba maravillado. Era un sentimiento que se replicaría en quienes apenas comenzaban su travesía.
El calor y la opresiva humedad que reinaba en El Vigía no aminoraba ni con la llovizna que se atrevía a caer en la ciudad la mañana del viernes 1° de noviembre de 2024. Empegostados, mojados y sudorosos, nos aferramos a todo tipo de bolsos, maletas, botellones de agua potable y cavas con nuestras provisiones sobre la robusta camioneta 4×4 que se convertiría en nuestro vehículo de exploración hacia Puerto Concha. El equipo de la agencia turística Encanta Montaña C.A. había preparado cada detalle, y antes de que el reloj marcara las 9:00 am, ya estábamos en marcha, dejando atrás a Mérida para adentrarnos en una travesía que prometía desvelar las noches relampagueantes de los miradores del lago de Maracaibo. Junto con los paisajes, nos aguardaban las historias de aquellos que, bajo el hechizo de cielos iluminados, lidian con las exigencias diarias de la vida, navegando entre pesares y agradecimientos.
Recorrer el trayecto que separa a El Vigía de Puerto Concha se extiende por poco más de una hora. Se trata de un camino en el que nos sumergimos en un mundo de sabanas interminables, vastas extensiones de ganado, hileras de palmas de aceite que parecían no tener fin y una exuberante diversidad de árboles que pintan el paisaje con todo tipo de matices de verde. A lo lejos, de un lado de la vía, un gran grupo de búfalos reposaba, contemplando con desdén cómo algunos humanos transitábamos por aquella vía, ajenos a su calma. A medida que avanzábamos, la diversidad del entorno se convertía en un preludio del calor y la humedad que nos recibirían en Puerto Concha. Al llegar, nos envolvió un clima aún más abrasador y una multitud de pobladores que nos observaba con ojos inquisitivos, mientras varios de ellos abastecían de combustible sus embarcaciones, asegurando así la continuidad de sus labores en una región donde el agua y el trabajo se entrelazan en una danza de supervivencia. Sin mucha espera, abordamos y nos dispusimos a convertirnos en testigos de ese baile único en el parque nacional Ciénagas de Juan Manuel.
El trayecto por el caño Concha, en un sinuoso recorrido hacia el sur del lago de Maracaibo para llegar a Chamita, donde pernoctamos la primera noche, nos transportó a un universo donde la naturaleza se despliega en todo su esplendor. Aquel camino fue el epílogo de una jornada alucinante en la que la vida y la biodiversidad abundaban en cada rincón del paisaje acuático que se extendía ante nosotros.
Los verdes, en su majestuosa variedad, parecían susurrar secretos antiguos que solo puede oír quien atraviesa esas aguas; mientras la fauna se erguía en un testimonio vibrante de la riqueza natural que nos rodeaba. Águilas pescadoras surcaban los cielos, turpiales de agua y garzas danzaban en un ballet silencioso, mientras las zamuros y las guacharacas orquestaban una sinfonía que le ponía el ritmo al recorrido. Monos araguatos, con su agilidad innata, se deslizaban entre las copas de los árboles que hacían juego con los manglares y que conformaban un refugio casi místico.
La belleza que nos envolvía abrumaba; los ojos parecían no bastar para absorber lo maravilloso del espectáculo natural que se desplegaba ante nosotros. En medio de ruidos, colores vibrantes y una llovizna tímida que nos abrazaba constantemente, la belleza de este viaje comenzó a florecer, revelándose en toda su magia.
La travesía por el caño Concha nos condujo a Chamita, un enclave singular donde un palafito, acondicionado meticulosamente por Encanta Montaña C.A., se erigía como un refugio de confort en medio de la inmensidad que nos rodeaba. Arribamos a un paraje remoto donde el agua del lago se convirtió en nuestra única compañía. En las cercanías se encontraban los fragmentos de un palafito abandonado, cuyas paredes a medio levantar parecían contar historias de tiempos pasados, lo que nos recordaba que ahora solo observábamos lo que alguna vez fue. Cercano a nosotros, un palafito paradero también se levantaba como testigo silente del ajetreo de algunos lancheros que, en su vaivén por el lago, hacen breves escalas para acomodarse y entregarse al descanso, para luego retomar su faena.
Nuestro refugio, que se desplegaba con generosidad, albergaba un conjunto de hamacas con mosquiteros que ofrecían protección ante la plaga que se desata en la penumbra. Una cocinilla, un comedor y dos habitaciones, cada una con su baño, completan el espacio. Un pequeño pero funcional muelle se proyecta hacia el lago, donde el peñero que nos acompañaba en esta aventura esperaba pacientemente, preparado para llevarnos a nuevas exploraciones.
Después del mediodía, la tarde se desplegaba con una humedad palpable, mientras un sol tímido se asomaba y se ocultaba entre las nubes. Nos sentamos a la mesa, donde compartimos un almuerzo que apaciguó el hambre que ya se había instalado en el grupo como un invitado silencioso. Ya con el estómago satisfecho, nos lanzamos a las aguas cálidas y lodosas del lago. La tarde culminó con una taza de café reconfortante, mientras nos preparábamos para la caída de la noche, en la que esperábamos un espectáculo que prometía deslumbrarnos. Las sombras nos envolvieron, y en esta inmensidad, la única luz que desafiaba a la oscuridad era la que emanaba de nuestro palafito. Una planta generadora de energía se convirtió en nuestro faro, permitiéndonos cargar nuestros equipos y, de vez en cuando, iluminar el reducido espacio que fue nuestro hogar por una noche que apenas estaba comenzando.
La cena nos dejó listos para la aventura que se avecinaba. Con un entusiasmo renovado, nos embarcamos en el peñero, dispuestos a deslizarnos por el caño y a sumergirnos en los hábitos nocturnos de la fauna que habita en este rincón de Venezuela.
Equipados con linternas, cámaras y la ilusión de cruzarnos con babas, aves y serpientes, aguardábamos que las nubes tejieran un manto oscuro propicio para que los relámpagos tomaran el protagonismo. La búsqueda, no obstante, fue un desafío, ya que las babas, ariscas y esquivas, se ocultaban entre los manglares, reacias a que nuestras miradas las descubrieran. Así, con el paso de los minutos, la noche se tornó en un espectáculo de sombras, donde los árboles y los manglares se transformaban gracias al juego de la imaginación, tomando la forma de gorilas gigantes o criaturas mitológicas bajo un cielo que parecía esbozado con carboncillo.
Dimos vueltas en nuestra búsqueda, topándonos con cangrejos curiosos y aves furtivas. Así recorríamos las aguas del caño, cazando pares de luces titilantes que no eran más que los ojos de las babas, camufladas en la oscuridad. La distancia facilitaba su avistamiento, aunque al acercarnos se escondían en su refugio natural. Pasamos un buen rato en esa danza de luces y sombras, hasta que un pequeño ejemplar se dejó observar durante unos minutos, indiferente a nuestro ruido y a las luces que lanzábamos en un intento desesperado por descubrir sus secretos.
La noche, serena, nos acompañaba en el recorrido por las aguas del caño, donde el crujir de la vegetación nos recordaba que no estábamos solos. Los animales, escurridizos y astutos, nos hacían saber que estaban allí sin mostrarse, dejando entrever su existencia en un vuelo fugaz o en un aleteo pausado. Así, tras esta jornada de descubrimiento y asombro, regresamos al palafito, donde nos aguardaba la dulce promesa de una espera nocturna que podría extenderse hasta la madrugada y que nos mantenía despiertos: la llegada de los relámpagos.
Esa fue una madrugada que transcurrió entre murmullos y nubes grises que se agrupaban en el cielo presagiando la lluvia que nunca llegó. Los relámpagos, caprichosos, nunca aparecieron. Cerramos los ojos cerca del amanecer, con la confianza puesta en que la noche siguiente seríamos testigos del tan esperado juego de luces que solo ocurre en este rincón de Venezuela.
Después de una jornada en la que los relámpagos se mostraron reacios a iluminar el cielo, nuestras expectativas estaban puestas en que esa segunda noche finalmente podríamos ver el espectáculo de luces que ofrece esta región.
Tras el desayuno, comenzamos a desmontar nuestro refugio temporal en Chamita, preparándonos para la travesía hacia Ologá. El trayecto en peñero, que se extendió por más de una hora, transcurrió con rapidez. Durante el recorrido, el lago se presentaba en una paleta de colores diversos, un regalo visual proporcionado por las desembocaduras de los ríos Escalante, Birimbay y Catatumbo. A medida que avanzábamos, divisamos plataformas petroleras abandonadas, una draga solitaria y las palmeras que señalaban la entrada a lo que alguna vez fue la comunidad vibrante de Congo Mirador, hasta que finalmente nos adentramos en Ologá, un pueblo de agua en el que viven más de 100 personas, de acuerdo con sus propios habitantes.
Al llegar, nos recibió el palafito del señor Nerio Ángel Romero, conocido como Tani, el único anfitrión que le abre las puertas de su hogar a quienes van de paso. Proveniente de Congo Mirador, Tani se vio obligado a partir debido a la sedimentación que asoló aquel poblado. Su palafito, de madera, con techos de zinc y pintado de azul celeste, es un refugio austero, con un pequeño muelle y un porche que sirve de comedor. La construcción alberga dos baños, un área de cocina y otros dos espacios, además de los porches que exhiben las hamacas de los visitantes.
Mientras nos aventuramos por Ologá, los curiosos habitantes del lugar nos observaban desde sus porches, donde se suelen sentar a contemplar el pasar del tiempo. Mujeres lavaban y tendían ropa, hombres disfrutaban de comidas sencillas y niños, en su desnudez o escasa vestimenta, nos saludaban con sonrisas que irradiaban inocencia. El azul de los palafitos se erigía como un símbolo de la comunidad.
Un vistazo fugaz a la que alguna vez fue la escuela de este pueblo de agua revela un panorama desolador: un espacio en ruinas, convertido en un refugio para el ganado de algunos vecinos y cubierto de suciedad. Aquí, el tiempo parece haber detenido su marcha, aguardando un milagro que devuelva la vida a la infraestructura y los servicios que antaño fueron parte de la cotidianidad de sus habitantes. La planta y el tendido eléctrico, que en otro tiempo prometieron modernidad, llevan años en el olvido, al igual que la ausencia de un ambulatorio o cualquier tipo de asistencia médica, dejando a Ologá en un limbo de desamparo y añoranza.
En el crepúsculo de ese día aguardábamos, con la paciencia de quienes han aprendido a escuchar el silencio de la naturaleza, la llegada del espectáculo de luces. Las nubes se disponían a ofrecer su mejor versión, mientras nuestras miradas se elevaban, cautivas, hacia el cielo. Anhelábamos que las luces únicas del Catatumbo nos obsequiaran su fulgor antes de partir de aquellos pueblos de agua. Así fue.
Los primeros destellos, tímidos pero decididos, comenzaron a asomarse en el cielo. Era un vaivén de luces que exigía atención; había que recorrer el palafito en su totalidad para no perderse ni un solo suspiro de esa danza celeste. Y así, en un parpadeo, el espectáculo prometido se desató con una explosión de luminiscencia que solo la tierra de los relámpagos puede ofrecer. Aquí, en el Catatumbo, en Zulia, Venezuela, la naturaleza despliega su grandeza de formas insospechadas.
Cada relámpago parecía mostrar su propia esencia, su historia, y nosotros, cautivados, nos aferrábamos al pequeño muelle, con los ojos brillantes y los corazones desbordantes. Los gritos de alegría se entrelazaban con largos silencios, en un viaje de emociones que se daba en medio de una experiencia única. Era como si estuviéramos inmersos en un sueño, en el único rincón del planeta donde este fenómeno se repite, convirtiendo la noche en un espectáculo mágico. Las luces de los relámpagos se entrelazaban con un cielo estrellado que parecía desafiar toda lógica y que al mismo tiempo contrastaba con las sombras de Ologá, un pueblo que pide a gritos que lo recuerden y lo recuperen.
A medida que la noche continuaba su curso, la naturaleza, en su esplendor, decidió regalarnos una tormenta de proporciones épicas que parecía que iba a arrasar con el palafito que nos sostenía. Pero los habitantes de Ologá, curtidos en las lides del clima, no se asustaron, al contrario, estaban familiarizados con este tipo de aguaceros. Esa noche, mientras el estruendo del cielo se convertía en un canto de lamento por un lugar tan bendecido y a la vez tan desamparado, algunos nos dejamos llevar por el sueño, reflexionando sobre la paradoja de la existencia: en esta tierra de relámpagos, la luz y la sombra cohabitan en una sinfonía de contrastes que nos recuerda que, aunque olvidados, nunca dejamos de ser vistos.