No hubo un gran adiós ni fecha exacta en la que este poblado dejó de existir como comunidad. Fue un proceso lento, que se dio como un goteo de despedidas
Entrar a los canales que llevan hacia Congo Mirador es una tarea compleja, la sedimentación ha avanzado tanto y la profundidad es tan mínima que el peñero casi no puede flotar por ninguna ruta, pero con lentitud y paciencia todavía se puede transitar. A lo lejos, uno de los habitantes se mueve sobre una balsa improvisada y detrás de él, un perro lo persigue entre nado y caminata. Los dos son parte del puñado de personas que sigue allí, son menos de 20 quienes siguen persistiendo, en medio de una soledad que abruma. Ya no queda pueblo, solo vestigios de lo que en algún momento fue una comunidad vibrante, igual de resplandeciente que los relámpagos del Catatumbo que noche tras noche la iluminaban y siguen alumbrando sobre lo que queda de ella.
El agua era el hilo conductor de la existencia en Congo Mirador, que llegó a albergar a más de 1.000 habitantes en la década de los setenta. No era solo un elemento; era el camino que se recorría a diario, el patio donde los niños jugaban, la plaza donde la comunidad se reunía y, en última instancia, la esencia de la vida que latía en cada rincón de este pueblo singular. En el corazón del lago de Maracaibo, en el municipio Catatumbo del estado Zulia, los hogares flotaban sobre pilotes de madera, formando un laberinto de pasarelas que resonaban con el eco de una vida que transcurría entre palafitos con la naturalidad de quienes no habían conocido otra tierra que no fuera líquida, tampoco les interesaba: el agua era su reino y, en su abrazo, se encontraban plenos.
Sin embargo, con el tiempo se comenzó a desgastar esta utopía acuática. El agua se replegó, y el pueblo se vio atrapado en el barro de la sedimentación y en el peso de la indiferencia. Hoy, Congo Mirador es una pálida sombra de su pasado, con apenas uno o dos canales con los niveles mínimos de agua para el paso de peñeros, se convirtió en un vestigio de ruinas deshabitadas que se inclinan sobre las aguas turbias como si fueran un cementerio de recuerdos flotantes, testigos silenciosos de lo que alguna vez fue un hogar vibrante. Pero hay alguien que regresa a estas aguas, o a lo que queda de ellas, y no por algún capricho nostálgico, sino por amor: Natalie Sánchez, quien fue la profesora de la escuela de Congo cuando todavía se mantenía en pie y el bullicio de los estudiantes resonaba. Su regreso se debe a que sus padres, en un acto de arraigo, se niegan a abandonar el hogar que construyeron a lo largo de los años. “Voy y vengo porque ellos se quedaron. Para comprar comida, para lo que necesiten, pero vivir aquí es muy duro”, confiesa, dejando entrever un velo de resignación que acompaña sus palabras.
“Esto se echó a perder, fue por la sedimentación, y a raíz de eso la vida de todos los que quedamos acá”, reflexiona con nostalgia, mientras sus ojos recorren el paisaje desolado. Natalie lamenta que las promesas del Estado, un caudal de proyectos y planes destinados a rescatar a Congo, han quedado en el limbo de la desilusión. Cuenta que el gobierno de Nicolás Maduro prometió llevar dragas para limpiar el lecho del lago, pero esas promesas se evaporaron como el agua que una vez abrazó su hogar. Las dragas llegaron, pero jamás se realizó el trabajo correspondiente. “Ahí estaban, varadas, sin ningún tipo de personal que las pudiera operar”, rememora.
Congo Mirador emergió en el sur del lago como un refugio de pescadores que hicieron de estas aguas su morada, adaptándose a un mundo sin calles ni aceras, donde el compás de la vida lo marcaba el ritmo del sol. En esta tierra líquida, la lógica se reescribía: las canoas se convertían en bicicletas, las lanchas en transportes y ambulancias. Un palafito se erguía como escuela, donde los libros de texto susurraban el aroma de la naturaleza. La electricidad llegaba a través de generadores y las provisiones se buscaban en los mercados de tierra firme. Pero lo que realmente elevaba a Congo Mirador a un pedestal único era su ubicación privilegiada: un mirador excepcional para contemplar los relámpagos del Catatumbo, ese fenómeno sublime que transforma la noche en un espectáculo de luces. Desde allí, las tormentas eléctricas parecían tan cercanas que era como si el cielo y el agua se convertían en uno solo, en un baile de fuego y sombra sin fin.
La sedimentación se erigió como la protagonista de una sentencia silenciosa. Los congueros responsabilizan de la sequía a un personaje ya ausente: el ganadero Josué. En 1991 este hombre, cuya ambición parecía no tener límites, tomó la decisión de abrir un caño de tres kilómetros desde el río Bravo, utilizando maquinaria pesada, con el fin de facilitar el tránsito de embarcaciones cargadas de carne, queso y plátanos. Pero como una historia que se desenvuelve en un giro irónico, esta maniobra, bautizada con el nombre de “Paso o Caño J”, no llevó la prosperidad esperada; al contrario, desató una avalancha de lodo y arena que comenzó a asfixiar a Congo Mirador.
Con el paso del tiempo, el lodo y la arena se acumularon. Lo que fue un pueblo flotante, lleno de vida y movimiento, se transformó en un pantano de fango y follaje, donde los botes, fieles compañeros de este poblado, comenzaron a quedar atrapados en el lodo y los canales de navegación se fueron cerrando como páginas de un libro que ya no se podía leer. La vida en este poblado, que siempre había fluido con la corriente, se encontró inmóvil. Los pescadores vieron disminuir sus capturas y las familias empezaron a partir, abandonando las aguas que alguna vez fueron su hogar.
No hubo un gran adiós ni fecha exacta en la que Congo Mirador dejó de existir como comunidad. Fue un proceso lento, que se dio como un goteo de despedidas. Una familia se marchaba, luego otra, mientras algunos valientes intentaban resistir, aferrándose a los vestigios de un hogar que se desvanecía. Con el paso de los años los que quedaban se contaban con los dedos, y así, los espacios vacíos comenzaron a crujir bajo el peso de la nostalgia, resonando con el eco de lo que una vez fue. Los techos de zinc se inclinaban en un gesto de rendición; las ventanas, cubiertas de polvo, reflejaban la mirada de aquellos que aún resistían y se aferraban a la memoria de un lugar que, por más que lo intentara, ya no podía sostenerse a flote.
Los últimos en decidir abandonar Congo Mirador se convirtieron, por necesidad, en arquitectos de su propia despedida. Con los corazones llenos de nostalgia, se llevaron consigo lo que les permitieron las circunstancias: motores de lancha, enseres domésticos, algunos recuerdos imborrables y, en un acto casi poético, los palafitos que habían sido sus hogares, ayudados con un par de peñeros para cargar las bases. La migración hacia Ologá, a escasos 10 minutos en lancha, se erigió como un refugio, una salvación temporal en medio del colapso de un pueblo que alguna vez fue próspero.
Lo que no pudieron cargar en sus embarcaciones fue la esencia misma de un pueblo que, antaño, se alzó con orgullo ante el lago que lo abrazaba. Hoy Congo Mirador se presenta como un eco de lo que fue: un pueblo que ha sucumbido a la sedimentación y al olvido. Desde la distancia, las estructuras que aún se mantienen en pie, como la iglesia, parecen flotar etéreas, como un espejismo de lo que en algún momento hubo. “No tenemos prácticamente vía de acceso. La pesca ha disminuido. Quedamos sin escuela. Bueno, hasta la iglesia quedó abandonada porque ni el cura nos visita”, confiesa Natalie, quien relata las penas del que fue su hogar desde la plaza del pueblo, que aún alberga algunos bancos. Su relato es un testimonio sobre la situación del poblado en el que vivió por al menos 40 años.
En el corazón de Congo Mirador, un palafito se erguía como faro de futuro y conocimiento. Natalie, una docente apasionada por su profesión, dedicó varios años de su vida a iluminar las mentes de los niños en la escuela del poblado, donde el crujir de las tablas de madera se entrelazaba con las risas de los estudiantes. Cada día, los pequeños llegaban en botes o atravesando las pasarelas de madera, ansiosos por aprender. Mientras el lago se extendía más allá de las ventanas, los niños aprendían a leer y entre las páginas de los libros escolares también se formaban para descifrar los secretos del agua. Sin embargo, esa burbuja de aprendizaje estalló, dejando tras de sí un eco de desolación: la escuela cerró sus puertas.
Primero fue el abandono estructural, el techo que comenzó a filtrar agua, las paredes que cedían por la humedad y la falta de mantenimiento y cuidados, la brisa que se colaba sin permiso. Luego, la comunidad, cada vez más desesperada por encontrar refugio en tierra firme, comenzó a irse. Sin escuela, los niños de Congo Mirador fueron quedando a la deriva, sin educación y sin posibilidades de trasladarse a otras poblaciones para seguir estudiando. Una historia que se repite en Ologá, donde Natalie también compartió su amor por la enseñanza. Allí, al igual que en Congo Mirador, la escuela fue víctima de la desidia. Las fallas se acumularon, no hubo quien las reparara, y los habitantes, en un acto de desesperación, convirtieron el aula en una vivienda improvisada. Ante esa realidad, Natalie se vio obligada a despedirse, pues sin espacio ni herramientas para impartir sus conocimientos, su misión se tornó casi imposible. “Los niños de allá se están levantando sin saber leer, escribir”, lamenta con frustración. Como educadora, Natalie comprende la esencia vital de la educación. Sabe que no es solo un conjunto de conocimientos, sino que se trata de un pasaporte para el futuro. Con pesar señala cómo se pierde una generación entera, condenada a crecer sin las herramientas necesarias para forjar su propio destino.
“No tienen las comodidades económicas para irse a estudiar a otro lado, es duro”, afirma con el énfasis que delata la urgencia de su mensaje. Y como si desnudara a un sistema indiferente, añade con un tono casi de lamento: “No hay autoridades que quieran ayudarlos”.
Una realidad desgarradora se despliega en Congo Mirador. La electricidad es un recuerdo lejano, no hay médicos ni tiendas. En este paisaje desolado, la única vía para obtener alimentos o atención médica se encuentra en la travesía hacia tierra firme, un viaje que se complica cuando el combustible escasea. “Si alguien se enferma y no tenemos cómo trasladarlo, se muere”, explica Natalie sin dramatismo, con la crudeza de quien conoce y ha visto esa realidad varias veces. No obstante, la desolación no ha logrado borrar la esperanza de Natalie, quien se atreve a soñar.
“Haría falta ayuda del gobierno, pero no en palabras, de verdad un compromiso”, sostiene, consciente de que la salvación de su pueblo es una tarea compleja debido a la grave sedimentación. Sin embargo, su mirada se posa en Ologá, un lugar que aún alberga a más habitantes y que, en su opinión, está a tiempo de encontrar un camino hacia la recuperación.
Antes de emprender el regreso al palafito de sus padres, Natalie se encuentra en un vaivén constante, organizando su regreso a Santa Bárbara del Zulia, donde ha establecido un hogar junto a su hija, aunque ya no ejerce la docencia. En ese momento, esboza un último mensaje, dirigido a quienes detentan el poder. “Sinceramente me gustaría que se pusieran la mano en el corazón, que vieran que somos personas que necesitamos ayuda”, clama con sinceridad.
Mientras una draga permanece inmóvil sobre el lago, las estructuras que aún se sostienen en pie en Congo Mirador se deterioran lentamente, reflejo de lo que ocurre cuando un país ha decidido cerrar los ojos ante su gente. En un escenario donde los relámpagos del Catatumbo iluminan el cielo, las tormentas eléctricas parecen pintar un lienzo de esperanza en medio de la desolación, como si el cielo se negara a olvidar lo que fue. No obstante, la luz, aunque brillante, no puede devolver la vida a lo que ya se ha perdido.
La historia de Congo Mirador no es ajena a las corrientes del tiempo. El documental Érase una vez en Venezuela, Congo Mirador, de la venezolana Anabel Rodríguez Ríos, se ha convertido en una ventana hacia esta realidad, una crónica audiovisual que recoge con sensibilidad y rigor la lucha, el desamparo y la resiliencia de quienes fueron sus habitantes, incluida Natalie. Después de su estreno, en 2020, se proyectó en las salas de cine a lo largo del país, como una invitación para reflexionar sobre la importancia de conocer y rescatar las voces de quienes viven en los márgenes del progreso y la indiferencia gubernamental.
El documental, que también se proyectó en festivales como el de Sundance, Hot Docs, Miami Film Festival y el de Málaga, se despliega como una crónica nostálgica y analítica: recorre el pasado de Congo Mirador, con sus casas palafíticas y las risas de los niños, el ir y venir de las embarcaciones, los relámpagos del Catatumbo y la comunión entre hombre y naturaleza. Pero también muestra cómo el tiempo y la sedimentación lo fueron convirtiendo en un pueblo fantasma, de despedidas y de partidas. El documental narra cómo la acumulación de sedimentos, la falta de inversión, la división política y la omisión de las autoridades se conjugaron para dejar a este pueblo a la merced de la naturaleza.
Así, el valor de Érase una vez en Venezuela, Congo Mirador radica en su calidad narrativa y en su capacidad para generar un debate necesario sobre la preservación de la identidad cultural y ambiental. La proyección en los cines venezolanos permitió que un público cada vez mayor conociera una realidad poco visible y que reclama atención y acción. Es una producción que hace un llamado a no olvidar a las comunidades que han sido marginadas y a reconocer que el olvido de un pueblo equivale a la pérdida de parte de la historia de Venezuela.
En una entrevista para la BBC en febrero de 2021, la directora de este documental explicó cuál es el trasfondo de su trabajo, un rodaje que se realizó en aproximadamente cinco años y que se adentra en las familias de Congo Mirador, sus necesidades e ideologías y cómo se van del pueblo, pero que no presenta cifras de pobreza o de la crisis migratoria. “Es humano. Toca una fibra emocional que es difícil de explicar, la de la querencia”, detalló Anabel Rodríguez Ríos.
Cada imagen, cada testimonio de este documental es una invitación a mirar más allá del paisaje desolado y a comprender la profundidad de una lucha que es, en última instancia, un reflejo de pelea por la dignidad y el derecho a la memoria. Así, en un país donde cierta modernidad y el olvido coexisten de manera paradójica, este documental emergió como un faro que ilumina la necesidad de recuperar lo perdido. Recuerda que detrás de cada ruina hay una historia y detrás de cada sedimento acumulado está el paso del tiempo y el abandono de una promesa de desarrollo.
El eco de Congo Mirador resuena con fuerza, clamando por justicia, atención y por un futuro en que el olvido se convierta en historia, y la memoria, en un camino hacia la reparación.